martes, 26 de agosto de 2014

Tribulaciones de una cubana en tierras araucanas...la saga continúa

Episodio VII: Resulta que tengo alma llanera

Alma Llanera
Letra: Bolívar Coronado
Música: Pedro Elías Gutiérrez

Yo (yo) (yo)
Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador
Soy hermano de la espuma
De las garzas de las rosas
Soy hermano de la espuma
De las garzas de las rosas
Y del sol (del sol) y del sol.
Me arrulló la viva diana de la brisa en el palmar
Y por eso tengo el alma
Como el alma primorosa
Y por eso tengo el alma
Como el alma primorosa
De cristal de cristal.

Cuando investigaba sobre Venezuela, antes de viajar, veía imágenes de llanuras interminables y personas cabalgando detrás de rebaños de reses. Ya había leído esa excelente novela de Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, y me sentía intrigada por  esa tierra donde “Un sol cegante de mediodía llanero centellea en las aguas amarillas del Arauca y sobre los árboles que pueblan sus márgenes. Por entre las ventanas, que, a espacios, rompen la continuidad de la vegetación, divísanse, a la derecha, las calcetas del cajón del Apure –pequeñas sabanas rodeadas de chaparrales y palmares–, y a la izquierda, los bancos del vasto cajón del Arauca –praderas tendidas hasta el horizonte–, sobre la verdura de cuyos pastos apenas negrea una que otra mancha errante de ganado”
Yo visité una de esas hermosas fincas de ganado, donde se busca el equilibrio con la naturaleza con una producción socialmente responsable. Ahora, queridos lectores, les cuento mi experiencia. No se rían. Conociendo mi deseo de montar a caballo, uno de los trabajadores de la finca me busca una yegua mansa, dado que yo no sé cómo maniobrar esos animales. Después de llevar mis 60 kg de peso a lomos de la yegua y dar par de pasos, el animal se negó a caminar. De nada valían los recursos cariñosos y persuasivos, los estímulos más fuertes. Ni atrás ni adelante, como se dice por ahí, se le trabó el cloche.
Estuve casi quince minutos tratando que el noble cuadrúpedo diera un paso. En eso viene a mi rescate el trabajador que me ensilló la yegua. Él trató también, pero fue infructuoso. Al rato me pregunta si yo era lo suficientemente habilidosa para dominar el caballo que él montaba, un animal de mayor alzada y brío.
En vistas de que tenía que terminar el recorrido por la finca, me decidí porque de los cobardes no se ha escrito nada. ¿Y qué creen? Resulta que, al parecer, en una de mis vidas fui  experimentada jinete. Lo que necesitaba era un caballo, como dicen los llaneros, mañoso. Lo disfruté muchísimo, el galope, el viento despeinándome, la sensación de poder que te da dominar 400 kg de animal semisalvaje.
En un punto del recorrido, intencionalmente me rezagué y llevando mi rostro al sol, entoné la melodía del clásico “Alma Llanera”, simplemente por el placer de hacer lo que se sentía correcto para el momento. Ya lo decía Gallegos: “¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo como lo fuera para la hazaña, tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera!...”

Estribillo:
Amo, río, canto, sueño
Con claveles de pasión
Con claveles de pasión.
Para aunar las rubias crines
Para aunar las rubias crines
Del potro que monto yo.
Yo nací en esta ribera
Del Arauca vibrador
Soy hermano de la espuma
De las garzas de las rosas y del sol.
Música
Estribillo:
(Del sol, del sol.)
                                                                                   (yo nací en esta ribera del Arauca vibrador.)




lunes, 23 de junio de 2014

Tribulaciones de una cubana en tierras araucanas

Episodio VI: En el metro

En las películas el metro siempre ocupa un papel importante en la historia y siempre te lo pintan como un lugar oscuro, lúgubre, sucio y lleno de indigentes, con luces intermitentes que aumentan el desasosiego. De más está decir que este sistema de transporte ejercía una poderosa fascinación y veía con miedo la perspectiva de su uso cotidiano.
Mi primera vez en el metro de Caracas fue toda una anécdota. Gracias a un colega no tuve que comprar un ticket, pues me regaló uno que acumulaba aún varios viajes. Teníamos que bajar hasta los andenes. Bajo tierra. El cubano no está acostumbrado a andar bajo tierra, así que esa primera bajada en escalera eléctrica se me hizo interminable. Pensé que me iba a faltar el aire, que la claustrofobia me iba a ahogar.
No se asusten queridos lectores, al final nada de eso pasó. Las estaciones del metro en Caracas están iluminadas, con mucha ventilación, no hay basura ni indigentes. Están muy bien señalizadas las paradas y la operadora informa sobre ellas con claridad.
Acostumbrada al sistema de transporte cubano, pensé que tenía que esperar un rato por el tren. Pues no, a los cinco minutos por el túnel se escucha el sonido de la traslación eléctrica de los vagones. Una corriente de aire me despeinó y a la velocidad del sonido (no es exageración, a mi impresionable imaginación así le pareció) llegó el tren.
Mi primer pensamiento fue “¡Qué bonito!”. Y lo era, con los colores de la bandera venezolana, reluciente por lo nuevo. Tienes que subir rápido al vagón antes que las puertas de seguridad se cierren automáticamente.
Yo no soy particularmente afecta a la física. Es una ciencia con la que he tenido mis encontronazos. Sin embargo, cuando el tren se puso en marcha, de un lugar recóndito de mi cerebro apareció la ley de la inercia. Me tuve que sujetar muy fuerte porque el impulso casi me tira al piso. Y en menos de diez minutos ya estábamos en nuestro destino, al cual, en bus, nos hubiéramos tardado en llegar al menos cuarenta y cinco.
El regreso fue mucho mejor. La cuestión fue al salir de la estación. Producto al desconocimiento fuimos hasta una salida que, por la hora, ya estaba cerrada. Nos dimos cuenta después de cruzar que la entrada estaba clausurada. Cuando nos volvimos el paso estaba bloqueado. Todos nos miramos, una pregunta reflejada en nuestros ojos “¿Y ahora qué hacemos?” Pues apelar al ingenio del cubano, tirarnos al piso y cruzar bajo las barreras.
Me imagino que los guardas de seguridad se deben haber reído muchísimo viendo a través de las cámaras al grupo de personas que se arrastraban para salir del embrollo.
Creo firmemente que fue por nosotros que, a partir de ese momento, a la hora de cierre, las salidas clausuradas estaban señalizadas con una cinta amarilla prohibitiva del paso.

lunes, 26 de mayo de 2014

Tribulaciones de una cubana en tierras araucanas

Episodio V: He visto un morrocoyo


He visto un morrocoyo. Solo sabía de esa especie por la novela El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Este fue el único animal que sobrevivió en la quinta historiada de los Urbino Daza y siempre me atrajo en particular la frase del libro: "El único que se salvó, porque nadie se acordó de él, fue el morrocoyo macho de la buena suerte."
"Ningún otro animal estaba permitido en la casa, salvo la tortuga de tierra, que había vuelto a aparecer en la cocina después de tres o cuatro años en que se la creyó perdida para siempre. Pero ésta no se tenía como un ser vivo, sino más bien como un amuleto mineral para la buena suerte, del que nunca se sabía a ciencia cierta por dónde andaba."
En mis correrías por los llanos venezolanos, un días sentada en el porche de una de esas casas abiertas, de gran frescor, cuál no sería mi sorpresa cuando al ver el animal digo “Ah, una jicotea” y me corrigieron “Es un morrocoyo”.
Con gran entusiasmo me acerqué al animalito, que comía los frutos del mango del patio, del que colgaba una jaula con un loro hablador (más garciamarquiano imposible). Me incliné para admirar el negro caparazón, adornado con manchas anaranjadas. El morrocoyo, cuando sintió mi presencia escrutadora, dejó de comer y me miró para saber quién era el bicho raro impertinente que no lo dejaba disfrutar su fruta.
Pasé cerca de media hora sin perderle ni pie ni pisada. Él caminaba de un mango a otro, y atrás iba yo, de curiosa. Creo que sintió verdadero alivio cuando, al sentir que me llamaban, abandoné mi observación.

domingo, 13 de abril de 2014

Otro episodio de la saga: Tribulaciones de una cubana en tierras araucanas

Episodio IV: ¡Mírame, mamá! Estoy volando
El avión Airbus-340 en el que viajábamos era europeo y muy moderno. Mi compañero de asiento, divertido ante mi excitación, resumió mi estado; "¿Esta es tu primera vez? Qué bien, vas a perder la virginidad de la mejor manera posible. No siempre se viaja en este tipo de avión".
Yo lo miraba todo, las tres secciones de sillones, las pantallas en cada espaldar, los cinturones y los folletos de seguridad, hasta el chaleco salvavidas. Al rato se escucha la voz del capitán presentando la tripulación y a la jefa de aeromozas explicando las medidas de seguridad, todo el discurso en inglés  y español chapurreado.
Abrochados los cinturones, el avión comenzó a moverse. ¿Ya vamos a despegar?, me preguntaba yo. Pues no, resultó ser que, por el tamaño del avión tuvimos que recorrer 4 kilómetros para alcanzar la velocidad necesaria. De eso me di cuenta cuando aumentó la aceleración y de pronto, pum, ya estábamos en el aire. Con cosquillas en la parte baja del estómago, vi cómo en segundos nos alejábamos de la tierra y entrábamos en la capa de nubes. Todo se veía blanco y, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en azul
Queridos lectores, lo más hermoso que estos ojos han visto es el horizonte majestuoso sobre un mar de nubes, la inmensidad, la belleza de las sinuosas costas cubanas alejándose. Mi corazón estaba apretado de emoción y las lágrimas corrían por mis mejillas. Y era tanto azul, el cielo, el mar Caribe. Era como si la naturaleza me estuviera regalando la más sublime de las paletas de mi color favorito.


Episodio IV-a: Del catering y algo más
Uno ha escuchado historias sobre el catering en los aviones, que si es poco, que si la calidad no es la ideal. Pues, yo pude comprobar de primera mano todo el asunto.
Mis conclusiones: Sí, es poco, minidosis en realidad. Y la calidad es muy buena, así que esa parte de las leyendas era mentira. Ahí tuve la oportunidad de tomar mi último refresco Ciego Montero en todo un año. ¿En Venezuela lo venderán?
Como ustedes saben, yo tengo una imaginación fructífera y siempre había querido conocer las diemsiones reales de un lavabo en un avión. Amigos, ese espacio e
s diminuto, una persona gruesa sufriría tratando de entrar o de salir. Y si los medios de comunicación les venden la romántica idea de una pareja amorosa en uno de esos lugares ¡no se la crean! Un solo ser humano apenas cabe, imagínense dos.
(Continuará)

sábado, 12 de abril de 2014

Tribulaciones de una cubana en tierras araucanas (la saga continúa)

Episodio III: En el pájaro de hierro
Estando en la sala de espera vi mis primeros aviones reales aterrizando o despegando. La conciencia de que no era una ruta terrestre mi camino, ni un bus lo que iba abordar, casi me aplasta, pero lo compensé con un subidón de adrenalina. Me llamé a capítulo y decidí disfrutar y como dice el Gabo en El amor en los tiempos del cólera, a la mier...el señor arzobispo.
A las dos horas nos avisan que debíamos dirigirnos hacia las puertas de embarque. Por los cristales yo no veía ningún avión lo suficientemente grande para la cantidad de personas que estábamos allí. En eso llegan unos ómnibus, porque nuestra salida era a unos 3 kilómetros de donde aguardábamos la hora cero.
Cuando comenzamos el traslado hacia la terminal de salida,  iba dando saltitos en el asiento cual niña pequeña. Así las cosas, mi colega de enfrente me llama y me señala un súper avión,un monstruo de casi 100 metros de largo (no es exageración, aquel bicho no cabía  en la rampa de salida) Al ver mi cara de asombro, mi compañero me dice "Ese es el nuestro", riéndose ante el "Ooohhh" que salió e mis labios.
Yo que decía que decía que iba a abordar un bus Habana-Santiago de  Cuba, terminé abordando un Airbus 340-600 Habana-Caracas.
Para mayor disfrute de la experiencia, mi posición era justo con ventanilla, una vista privilegiada de uno de los inmensos alerones del Airbus.

jueves, 10 de abril de 2014

Tribulaciones de una cubana en tierras araucanas

Episodio I: Comienza la aventura
Los cubanos siempre nos hemos caracterizado por tener una fuerte conciencia de nuestra insularidad. Imaginen entonces la sorpresa que me llevé cuando me informaron que iba a viajar a Venezuela en una misión de colaboración. Mi primera reacción fue quedarme como pez, abriendo y cerrando la boca.
Una vez tomada la decisión afirmativa, cual aventura de Indiana Jones, apareció la primera
contienda: el chequeo médico. La suerte es que en Cuba los servicios de salud son gratuitos. Me pincharon innumerables veces, vacunas, exámenes de sangre, y, horror de horrores, mi primera prueba citológica.
El momento más emocionante de esta etapa de mi viaje fue tener el pasaporte en mis manos, con todo el misticismo y las leyendas urbanas que tenemos los cubanos alrededor de ese documento oficial.
La parte triste, la conciencia de la separación inminente de la familia, los amigos, los amores.

Episodio II: En el aeropuerto
Nunca antes había viajado en avión y la perspectiva me parecía aterradora, teniendo en cuenta mi inveterado miedo a las alturas. Eso me llevó a un estado de negación total: yo no iba a montar un avión y volar a un país extranjero, yo me estaba preparando para tomar el bus de la ruta Habana-Santiago de Cuba. La partida estaba prevista para un sábado a la hora que mataron a Lola (para los lectores no cubanos, léase 3:00 pm) La única seguridad me la brindaba el grupo de colegas profesores de mi universidad que me acompañaba, todos con probado kilometraje como viajeros aéreos.
En el aeropuerto, a la hora del check in, me pareció estar en una película: la cinta transportadora con las maletas, la operadora dando información intraducible por los altoparlantes y el chequeo en la aduana.
Aquí viene la anécdota: cuando estaba en el control aduanal de metales, al pasar yo, aquel aparató comenzó a sonar. Con lo nerviosa que yo estaba, se me ocurrió pensar la posibilidad de que todo se fastidiaría. Pero el susto no fue más allá de un truco de mi imaginación sobreexcitada porque lo que había sonado era el cierre metálico de mis tacones.
Una vez terminados los trámites, a esperar dos horas el momento de abordar el avión.
(Continuará)