lunes, 23 de junio de 2014

Tribulaciones de una cubana en tierras araucanas

Episodio VI: En el metro

En las películas el metro siempre ocupa un papel importante en la historia y siempre te lo pintan como un lugar oscuro, lúgubre, sucio y lleno de indigentes, con luces intermitentes que aumentan el desasosiego. De más está decir que este sistema de transporte ejercía una poderosa fascinación y veía con miedo la perspectiva de su uso cotidiano.
Mi primera vez en el metro de Caracas fue toda una anécdota. Gracias a un colega no tuve que comprar un ticket, pues me regaló uno que acumulaba aún varios viajes. Teníamos que bajar hasta los andenes. Bajo tierra. El cubano no está acostumbrado a andar bajo tierra, así que esa primera bajada en escalera eléctrica se me hizo interminable. Pensé que me iba a faltar el aire, que la claustrofobia me iba a ahogar.
No se asusten queridos lectores, al final nada de eso pasó. Las estaciones del metro en Caracas están iluminadas, con mucha ventilación, no hay basura ni indigentes. Están muy bien señalizadas las paradas y la operadora informa sobre ellas con claridad.
Acostumbrada al sistema de transporte cubano, pensé que tenía que esperar un rato por el tren. Pues no, a los cinco minutos por el túnel se escucha el sonido de la traslación eléctrica de los vagones. Una corriente de aire me despeinó y a la velocidad del sonido (no es exageración, a mi impresionable imaginación así le pareció) llegó el tren.
Mi primer pensamiento fue “¡Qué bonito!”. Y lo era, con los colores de la bandera venezolana, reluciente por lo nuevo. Tienes que subir rápido al vagón antes que las puertas de seguridad se cierren automáticamente.
Yo no soy particularmente afecta a la física. Es una ciencia con la que he tenido mis encontronazos. Sin embargo, cuando el tren se puso en marcha, de un lugar recóndito de mi cerebro apareció la ley de la inercia. Me tuve que sujetar muy fuerte porque el impulso casi me tira al piso. Y en menos de diez minutos ya estábamos en nuestro destino, al cual, en bus, nos hubiéramos tardado en llegar al menos cuarenta y cinco.
El regreso fue mucho mejor. La cuestión fue al salir de la estación. Producto al desconocimiento fuimos hasta una salida que, por la hora, ya estaba cerrada. Nos dimos cuenta después de cruzar que la entrada estaba clausurada. Cuando nos volvimos el paso estaba bloqueado. Todos nos miramos, una pregunta reflejada en nuestros ojos “¿Y ahora qué hacemos?” Pues apelar al ingenio del cubano, tirarnos al piso y cruzar bajo las barreras.
Me imagino que los guardas de seguridad se deben haber reído muchísimo viendo a través de las cámaras al grupo de personas que se arrastraban para salir del embrollo.
Creo firmemente que fue por nosotros que, a partir de ese momento, a la hora de cierre, las salidas clausuradas estaban señalizadas con una cinta amarilla prohibitiva del paso.

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