Hablando con unos amigos, bebiendo piña colada en un acogedor rinconcito
de mi ciudad, defendía mi postura acerca
de la relación entre amor y atracción animal. ¿Les comento? Claro que sí, al
final sé que estarán de acuerdo conmigo. Lo mejor es dejar establecido un
criterio: somos animales. Ey, no pongan esa cara, que estaremos en el tope de
la cadena evolutiva pero seguimos siendo animalitos, mamíferos. Una vez llegado
a un consenso, prosigo.
Veamos, ¿cuántas veces no hemos dicho “No hay química”; “Fue un
chispazo”? Anjá, ahí están nuestros
instintos animales trabajando. Soy del criterio que si dos personas,
cuando se conocen por primera vez, no sienten una atracción magnética
instantánea, entonces a la larga la cosa no va a funcionar. Si de todas formas
le damos (nosotras las mujeres somos expertas en esto) el beneficio de la duda
a la persona, entonces queda la prueba número dos: el primer beso.
Ese
intercambio de fluidos salivares es una forma de nuestro organismo de definir si
nuestra pareja es la ideal para la reproducción. Por eso si no les gusta ese
primer beso, retrocedan, huyan, que están condenados al fracaso.
Algunos me dirán “¿Y los sentimientos? ¿No cuentan?” Señores, ¿cuál es
la definición científica de sentimientos? Sí, exactamente, impulsos eléctricos
de nuestro cerebro asociado a glándulas productoras de hormonas.
Uno de mis amigos, ofendido con mi opinión, preguntaba dónde encajaba mi
teoría en aquellas relaciones de amistad de muchos años y que en un momento
determinado se dieron cuenta de que había algo más. Con una sonrisa de picardía
lo miré sin decir nada. Él mismo, después de pensarlo un momento, llegó a la
conclusión obvia: en ese momento en que todo cambió quienes actuaron fueron los
impulsos eléctricos y las hormonas. Riendo, mi amigo tuvo que admitir que yo
tenía razón.
Les digo, los instintos animales son el indicador ideal para que el
corazón se salte varios latidos por amor.