He visto un morrocoyo. Solo sabía de esa especie por la
novela El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Este fue
el único animal que sobrevivió en la quinta historiada de los Urbino Daza y siempre me atrajo en particular la frase del libro: "El único que se salvó, porque nadie se acordó de él, fue el morrocoyo macho de la buena suerte."
"Ningún otro animal estaba permitido en la casa, salvo la tortuga de tierra, que había vuelto a aparecer en la cocina después de tres o cuatro años en que se la creyó perdida para siempre. Pero ésta no se tenía como un ser vivo, sino más bien como un amuleto mineral para la buena suerte, del que nunca se sabía a ciencia cierta por dónde andaba."
"Ningún otro animal estaba permitido en la casa, salvo la tortuga de tierra, que había vuelto a aparecer en la cocina después de tres o cuatro años en que se la creyó perdida para siempre. Pero ésta no se tenía como un ser vivo, sino más bien como un amuleto mineral para la buena suerte, del que nunca se sabía a ciencia cierta por dónde andaba."
En mis correrías por los llanos venezolanos, un días sentada en el porche de una de esas casas abiertas, de gran frescor, cuál no
sería mi sorpresa cuando al ver el animal digo “Ah, una jicotea” y me
corrigieron “Es un morrocoyo”.
Con gran entusiasmo me acerqué al animalito, que comía los
frutos del mango del patio, del que colgaba una jaula con un loro hablador (más
garciamarquiano imposible). Me incliné para admirar el negro caparazón,
adornado con manchas anaranjadas. El morrocoyo, cuando sintió mi presencia
escrutadora, dejó de comer y me miró para saber quién era el bicho raro
impertinente que no lo dejaba disfrutar su fruta.
Pasé cerca de media hora sin perderle ni pie ni pisada. Él
caminaba de un mango a otro, y atrás iba yo, de curiosa. Creo que sintió
verdadero alivio cuando, al sentir que me llamaban, abandoné mi observación.