En
las películas el metro siempre ocupa un papel importante en la historia y
siempre te lo pintan como un lugar oscuro, lúgubre, sucio y lleno de
indigentes, con luces intermitentes que aumentan el desasosiego. De más está
decir que este sistema de transporte ejercía una poderosa fascinación y veía
con miedo la perspectiva de su uso cotidiano.
Mi
primera vez en el metro de Caracas fue toda una anécdota. Gracias a un colega
no tuve que comprar un ticket, pues me regaló uno que acumulaba aún varios
viajes. Teníamos que bajar hasta los andenes. Bajo tierra. El cubano no está
acostumbrado a andar bajo tierra, así que esa primera bajada en escalera
eléctrica se me hizo interminable. Pensé que me iba a faltar el aire, que la
claustrofobia me iba a ahogar.
No
se asusten queridos lectores, al final nada de eso pasó. Las estaciones del
metro en Caracas están iluminadas, con mucha ventilación, no hay basura ni
indigentes. Están muy bien señalizadas las paradas y la operadora informa sobre
ellas con claridad.
Acostumbrada
al sistema de transporte cubano, pensé que tenía que esperar un rato por el
tren. Pues no, a los cinco minutos por el túnel se escucha el sonido de la
traslación eléctrica de los vagones. Una corriente de aire me despeinó y a la
velocidad del sonido (no es exageración, a mi impresionable imaginación así le
pareció) llegó el tren.
Yo
no soy particularmente afecta a la física. Es una ciencia con la que he tenido
mis encontronazos. Sin embargo, cuando el tren se puso en marcha, de un lugar
recóndito de mi cerebro apareció la ley de la inercia. Me tuve
que sujetar muy fuerte porque el impulso casi me tira al piso. Y en menos de
diez minutos ya estábamos en nuestro destino, al cual, en bus, nos hubiéramos
tardado en llegar al menos cuarenta y cinco.
El
regreso fue mucho mejor. La cuestión fue al salir de la estación. Producto al
desconocimiento fuimos hasta una salida que, por la hora, ya estaba cerrada.
Nos dimos cuenta después de cruzar que la entrada estaba clausurada. Cuando nos
volvimos el paso estaba bloqueado. Todos nos miramos, una pregunta reflejada en
nuestros ojos “¿Y ahora qué hacemos?” Pues apelar al ingenio del cubano,
tirarnos al piso y cruzar bajo las barreras.
Me
imagino que los guardas de seguridad se deben haber reído muchísimo viendo a
través de las cámaras al grupo de personas que se arrastraban para salir del
embrollo.
Creo
firmemente que fue por nosotros que, a partir de ese momento, a la hora de
cierre, las salidas clausuradas estaban señalizadas con una cinta amarilla
prohibitiva del paso.
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