Era una bella tarde de octubre y me encontraba en mi oficina, concentrada en la calificación de trabajos escritos de mis estudiantes (algo que, y me disculpan la veta sádica, disfruto enormemente)
Cuando más embebida estaba en las causas y efectos del dominio hegemónico de la Iglesia Católica en la Edad Media (no es un tema aburrido, se los aseguro), me llega una citación perentoria a la que no podía faltar.
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Legalmente apelo al Código Penal. Alguna ley debe respaldar a los pobres infelices que sufrimos este crimen. Y lo peor son los victimarios, aquellos que convocan a la reunión y no lo hacen sino para escucharse a sí mismos disertando sin ton ni son. Es gran verdad que hay personas cuya necesidad de protagonismo es patológica. Seguro que en su casa no disponen ni los platos en la mesa.
No niego que una buena reunión sirva para tomar decisiones de peso, solucionar problemas, etc. El problema está cuando no tienes objeto en el intercambio, cuando se extiende por más de dos horas y descubres que realmente la convocatoria no era para ti, sino para alguien más que casualmente ¡no fue a la reunión! Esos también son culpables.
Lectores amados, perdonen que después de tanto tiempo de ausencias mi reencuentro con ustedes sea la catarsis de una víctima inocente.
Necesito terapia, ya tengo un tic nervioso y ante la mención de la odiada palabra me abrazo a mí misma y comienzo a mecerme en el lugar buscando consuelo.
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